Bernardo de Gálvez: la Independencia de los Estados Unidos y la presencia hispanoamericana
Este texto es el compendio de un proyecto de investigación de largo metraje. Por lo tanto, presentaré el significado de lo hispanoamericano en la segunda mitad del siglo XVIII en el proceso emancipador de los Estados Unidos de América, y su relevancia a posteriori. A fin de cumplir con este objetivo recabé información del pasado con la idea de que se proyecte hacia el futuro, a corto o largo plazo, de lo que ha sido, y sería, “el hispano” y “lo hispánico” en este país norteamericano. Parafraseando a José Ortega y Gasset, podríamos decir que “quizás el verdadero profeta no sea el que intuye el futuro, sino el que indaga en el pasado”, refiriéndose con ello al hecho de que en el desarrollo de la historia ha habido, y hay, ciertos eventos y factores tan determinantes que se convierten en parámetros y rieles sobre los que se encarrilan los acontecimientos futuros.

No cabe duda de que en los Estados Unidos la existencia de la lengua española y la de unos cincuenta millones de hispanoamericanos en la actualidad es un hecho indiscutible. Este doble fenómeno del pasado y del presente, y que continuará en movimiento creciente en el porvenir, no podría explicarse solamente con decir que en los últimos años ha habido una oleada de inmigración, legal o ilegal, a Estados Unidos procedente de países de habla hispana por razones políticas, económicas, etc. Cierto, pero es que la presencia hispana aquí tiene también otros antecedentes muy lejanos y diferentes a otros pueblos y a otras razas que coexisten en esta nación, y que ameritan explicarse de manera muy distinta a la generalmente proyectada.
Alguien se preguntará, quizás con cierta razón, ¿y a qué viene esto, a estas horas? ¿Qué es lo que se pretende dilucidar? No se nos escapan los pareceres divergentes de muchos lectores sobre éstos, como sobre otros temas históricos. Durante unos cuantos años, y en circunstancias diversas, me he formulado preguntas sobre la validez del pasado: si es necesario o no retroceder al tiempo pretérito para poder vivir, con éxito o sin él, el tiempo presente. Nos hemos encontrado repetidamente con personas que abogan por ambos extremos: hay que vivir el presente, que es lo único que importa, por un lado, o el presente no tiene ningún significado si no se tiene en cuenta el pasado, por otro. Para todo hay complacencias. Pero no cabe duda -y se pudieran aducir ejemplos en abundancia para el caso- que, aunque el presente es para vivirlo con derroteros, eso no quiere decir que se pueda vivir por sí solo y plenamente en una sociedad civilizada y eminentemente culta. Un presente que no se refiera, o pueda aludir, a un pasado progenitor de ese mismo presente, no tiene sentido.
A tenor de lo anterior, nos corresponde resaltar que la Declaración de Independencia de Estados Unidos, y otros documentos, han sido copiosamente difundidos en este país en los cursos de Historia a nivel escolar y universitario. Además, a la inmensa población estadounidense se le ha ilustrado este acontecimiento con símbolos que se remontan al pasado y lo acompañan una particular iconografía. En el billete de un dólar, por ejemplo, el año en que se firmó la independencia aparece impresa en números romanos MDCCLXXVI (1776), el logro de la independentista está inscrito en latín como una nueva era: “Novus Ordo Seclorum” (Nuevo Orden por los Siglos de los Siglos), y la pirámide con los trece escalones simboliza las 13 colonias independizadas. Sin embargo, ni en los libros actuales de Historia tanto en los escolares como en los universitarios, ni en la moneda corriente, no hay menciones ni símbolos de la ayuda económica y militar hispanoamericana en la emancipación de las tres colonias: Luisiana, Texas y La Florida, ocupadas por tropas británicas.
La omisión histórica por parte del sector educativo, o la ignorancia de un grupo social dado, es un obstáculo para que los miembros integrantes de esa comunidad tengan una brújula con qué orientarse hacia un futuro justificable, halagüeño o prometedor. Y esta ausencia de conocimiento histórico tampoco justifica un presente halagador. Son varias las razones que apoyan estas simples afirmaciones. Por una parte, como hemos anotado, el presente no tendría razón de ser si no estuviera enérgicamente enraizado, o activado, por un pasado que, en términos cronológicos, ya se fue y un futuro que, también en términos cronológicos, todavía no ha llegado, o como lo expresó Jorge Luis Borges: “el momento presente es el momento que consta un poco de pasado y un poco de porvenir”. Por lo tanto, sería conveniente aclarar que, si bien cronológicamente, el pasado dejó de existir y el futuro todavía no existe, desde un punto de vista trascendental ambos están presentes en el presente. O para subrayarlo con palabras de Friedrich Hegel, es precisamente la de “hacer(se) historia”. De este modo, y por medio de esta oscilación, se pudiera planificar un futuro, a partir del pasado, que subsiste en el presente.
Ahora bien, al correr un poco la cortina para dejar entrever la temática que nos interesó principalmente explorar fue la siguiente: la familia Gálvez de origen español vivió y desarrolló su múltiple e imperecedera influencia durante el siglo XVIII en el continente americano, en concreto bajo el reinado de Carlos III. Constó de cuatro hermanos: Miguel, Antonio, Matías y José. Todos ellos muy acreditados, sobre todo los dos últimos identificables fácilmente, por un lado, con el Virreinato de México y, en particular para nuestro tema, con Estados Unidos, especialmente con Luisiana, Texas y La Florida, y, más en concreto todavía, con la guerra de la Independencia de este país (1776-1781).
No obstante, nuestra investigación se centró en dos finalidades trenzadas. Una, la carrera militar del hijo de don Matías de Gálvez -Virrey de México- y sobrino de don José de Gálvez -Visitador extraordinario del Virreinato de México y, posteriormente, ministro Plenipotenciario de las Indias-: don Bernardo de Gálvez (1746-1786), que, durante su corta vida de adulto, desempeñó varios cargos importantes tanto en la política como en el estamento militar y en la diplomacia. Baste decir por el momento que, entre estos cargos, se destacó don Bernardo de Gálvez como Gobernador de Luisiana y también como Virrey de México. Y dos, la ayuda económica, diplomática y militar que organizó Bernardo de Gálvez a las trece nacientes Colonias norteamericanas en su guerra emancipadora contra Inglaterra. Sin su apoyo incondicional, les hubiera sido muy difícil, en palabras de George Washington, por no decir casi imposible, a esas colonias conseguir su independencia. Solamente este hecho histórico en sí, además de otros innumerables a los que pudiéramos aludir, justificaría ante la opinión pública la legitimidad, la legalidad y la razón de ser histórica de la existencia del grupo, o grupos hispanos, en este país norteamericano y, por supuesto, muy diferente a los reclamos de otros grupos socioculturales que integran hoy día la totalidad de esta nación.
A manera de paréntesis, nos interesa agregar que, de las escarpadas montañas andaluzas, no muy lejos de la costa mediterránea, entre Málaga y Vélez-Málaga, España, cuelga, como un blanco palomar, el pueblito de Macharaviaya donde nació Bernardo de Gálvez. Un pueblo que, en la apariencia, no tiene ni tuvo nunca importancia. Como muchos de esos pueblos andaluces, las humildes casas de Macharaviaya están pintadas de blanco para, en parte, protegerse contra los rayos ardientes del sol veraniego. Bernardo de Gálvez siguiendo los pasos de su padre Matías y tíos Antonio, José y Miguel, ingresó muy pronto en la academia militar. Algún tiempo después, y a la edad de dieciséis años, se alistó como voluntario en la guerra contra Portugal, en la que peleó como Lugarteniente. A los diecinueve años se embarcó hacia las Américas bajo el mando del general don Juan de Villalba. En México se encontró con su potentado tío, don José Gálvez que, como Visitador General de Carlos III, viajaba por el Virreinato de la Nueva España.
El primer encuentro bélico de Bernardo de Gálvez fue contra los temibles guerreros de la tribu apache que se rehusaban a aceptar el yugo de la colonización europea. El joven Bernardo llevaba bajo su comando a 200 hombres. Tuvieron que pasar por desiertos inhóspitos y sufrir el peso y contratiempos de fuertes huracanes e inesperadas inundaciones. Perdidos los alimentos que llevaban, bajo estas condiciones adversas tuvieron que soportar el hambre. De mucho le sirvieron a su debido tiempo a Bernardo Gálvez varios encuentros bélicos con los indígenas. Puesto que las lecciones allí aprendidas las aplicó con creces, primero, al llegar a ser gobernador de Luisiana, incluyendo a indios en su ministerio o gabinete ministerial; después, en la valiosa ayuda prestada a la Independencia norteamericana, en particular contra los ingleses que reclutaban tribus de indios para enfrentarlos a los rebeldes de la independencia; y, más tarde, siendo Virrey de México, en el trato otorgado a los indios mexicanos.
En 1775, contando ya con 29 años, Bernardo de Gálvez vuelve a España y obtuvo el cargo de Capitán de infantería en el Regimiento de Sevilla. Con esta capitanía se puso a las órdenes del conocido y potente mariscal O’Reilly en la batalla llevada a cabo en Argelia. Allí fue malherido, pero rehusó a que le dieran de baja del campo de batalla. Después de una breve convalecencia, fue ascendido al rango de Lugarteniente General, por sus muchos méritos bélicos. Ya repuesto de las heridas, fue enviado como instructor de arte bélico a la Academia militar de Ávila, en donde años antes él mismo había sido cadete. Un año después recibió órdenes de la corte del rey para que volviera a Madrid. Una vez llegado ahí, el mismo mariscal O’Reilly, que tanto había influido en la carrera relámpago del joven Bernardo, les participó a las autoridades pertinentes la noticia de que Gálvez había sido escogido, a instancias del Consejo Real, para dirigir la Guarnición del Regimiento en Nueva Orleans.
Este puesto, cabe aclarar, no fue sólo un puesto militar, sino más bien de naturaleza política y administrativa, ya que la intención de la corte del Rey era que, después de un tiempo muy breve, sería nombrado Gobernador de Luisiana, en parte debido a que el competente y veterano gobernador Luis de Unzaga, cuñado de Gálvez, había solicitado que lo relevaran de su cargo, a causa, sobre todo, de su edad avanzada. Y así fue como, en 1776, a la edad de 30 años -año en que se declaran independientes las trece colonias norteamericanas- Bernardo Gálvez llegó a Luisiana como cuarto gobernador español de esa provincia.
En el trascurso del verano de 1779, en plena guerra por la Independencia de las tres colonias restantes de la Nueva Inglaterra, las noticias que llegaban del norte del país y de La Florida eran alarmantes. Los ingleses, que no estaban dispuestos a concederles la independencia a los colonos del nordeste, decidieron atacar a Luisiana. Lo primero que hizo Bernardo de Gálvez fue reunir a su alto comando, o Consejo Militar, para discutir la estrategia a seguir. En aquel momento, decidieron reclutar todos los consejeros militares y políticos esparcidos por la provincia para diseñar el plan de acción. Hecho esto, se presentó un evento inesperado: que los huracanes y tormentas destruyeron las cosechas, hundieron los barcos y diseminaron a las familias por toda la provincia. Pero lo inminente del ataque inglés sobre Nueva Orleáns continuaba siendo un hecho irreversible.
Es relevante indicar que ésta fue la primera vez que, en tierras norteamericanas, se reunió un ejército, aunque modesto, de una mezcla notable de razas y culturas diferentes y variadas: españoles, franceses, apaches, criollos, mulatos y negros provenientes de Cuba bajo el mando del joven gobernador -ya experimentado militar-, Bernardo Gálvez. Este batallón se encontró con graves dificultades, no tanto de relaciones humanas, sino climatológicas y forestales. Tuvieron que cruzar pantanos y lodazales, y sufrir lluvias torrenciales, sin contar siquiera con tiendas de campaña. No obstante, El 7 de septiembre de 1779 llegaron a la instalación militar inglesa de Manchack. La sitiaron y la atacaron. Inmediatamente, toda la guarnición quedó hecha prisionera. La victoria de Gálvez, aunque relativamente pequeña, tuvo grandes repercusiones, sobre todo de orden moral, para el futuro.
Acto seguido los combatientes de Gálvez descansaron unos días, restablecieron sus fuerzas, y obtuvieron su segundo triunfo en Baton Rouge. Días después de haber capturado de mano de los ingleses dos fuertes más, los de Natchez, y Panure, que se encontraban situadas al sur de Luisiana, Bernardo de Gálvez y la mitad de sus tropas regresaron a Nueva Orleans para recobrar las fuerzas de cuatro semanas de batallas y caminatas. El siguiente objetivo era lanzarse ahora hacia el este, o sea, hacia Texas y La Florida.
En los documentos que consulté, los primeros encuentros militares en Panure, Natchez, Manchack y Baton Rouge -todos ellos en Luisiana- habían dado como saldo unos 600 soldados ingleses prisioneros, ocho barcos enemigos, y la dominación española de todo el sur de la cuenca del Mississippi. Ya Bernardo de Gálvez preveía que esta estrategia obligaría a los ingleses a tener que concentrarse en el sur de Texas y suroeste de La Florida. Pero, para este nuevo y segundo frente, él ya estaba preparado. Así que los dos fuertes más importantes de los ingleses eran Mobile en Texas y Pensacola en La Florida. Hacia ellos se dirigiría ofensivamente él y sus tropas.
Ocho meses después de la batalla de Baton Rouge, o sea, en agosto de 1780, Bernardo de Gálvez, después de una travesía difícil en donde el barco que llevaba alimentos, y municiones, se fue a pique, y a pesar de ello, llegó a Mobile. Usando la misma estrategia que había empleado en Baton Rouge, decidió abrir trincheras alrededor del fuerte inglés en ese poblado. Concluidas las trincheras y ocupando durante la noche varios puestos estratégicos, sus soldados atacaron. Después de cuatro días de combate, la fuerza inglesa se rindió. Cayeron prisioneros 300 soldados británicos que ocupaban el fuerte, y varios morteros. Esto ocurrió el 14 de octubre de 1780. La bandera inglesa descendió y se izó la española.
La recuperación de Pensacola en manos de los ingleses era tan importante para España que pronto se difundió la noticia el país ibérico. Surgieron ofertas y ayuda tanto en España como en Cuba. Los impuestos, o rentas, destinados para concluir la construcción de las torres de la catedral de Málaga, de donde era oriundo Bernardo de Gálvez fueron destinadas a la reconquista de Pensacola. Los Comités de Mujeres de La Habana daban y vendían joyas igualmente para dicho proyecto. Grandes cantidades de fondos privados de Cuba se destinaron para incrementar el ejército al comando del venezolano Francisco de Miranda, que ayudaría a Bernardo de Gálvez. De los Virreinatos de México, y Perú, hubo también movilización de recursos para ayudar a la empresa del Gobernador de La Luisiana.
Llegados los refuerzos de Mobile y de Nueva Orleáns, Bernardo de Gálvez se dispuso al ataque. El 19 de abril de 1778 la flota que había salido del puerto de La Habana estaba dispuesta para el asalto a Pensacola. Bernardo de Gálvez contó con más de 7000 soldados y durante tres semanas puso cerco a Pensacola. La estrategia de Gálvez había sido la misma de antes: excavar trincheras en lugares estratégicos para protección de sus soldados y de las baterías armamentística. Pasadas tres semanas, el día 8 de mayo hizo fuego el primer cañonazo al almacén de pólvora inglés, causando inmensa explosión y mermando a las tropas británicas. La lucha feroz de cuerpo a cuerpo fue tal que el general inglés, John Campbell, se vio obligado a levantar la bandera blanca anunciando la rendición de Pensacola.
Al día siguiente, 9 de mayo, tanto el general Campbell como el gobernador general de La Florida occidental, y Peter Chester, firmaron el documento de capitulación, entregando a Gálvez no sólo Pensacola, sino todos los fuertes al norte del Golfo de México, excluyendo la isla de Jamaica. También se garantizaron los honores militares concedidos a las tropas inglesas vencidas y el consiguiente salvoconducto de regreso a Inglaterra. En el mismo documento se garantizaban los derechos a la población civil, a las familias y a sus bienes personales.
A consecuencia de esta victoria, las campanas se echaron a vuelo en Nueva Orleáns, en La Habana, en México y en Madrid. Pero quizás la mayor alegría haya sido la del general George Washington, y la de sus tropas, en la pelea contra la presencia inglesa en Norte América hacia su Independencia. Esta última victoria de Gálvez tuvo un significado trascendental, no sólo para el gobierno español, sino para las trece colonias de la Nueva Inglaterra, pues la presencia del Imperio inglés en Estados Unidos de América quedaba eliminada para siempre.
Estos puntales históricos son muy importantes porque, a causa de su falta de conocimiento por parte de la ciudadanía de los Estados Unidos, se originan muchos malentendidos y estereotipos procedentes de la presente cultura dominante. Expresándolo en palabras que reflejan la evidencia histórico-cultural en forma más clara y nítida, podría decirse que el latinoamericano, aunque cruza la frontera hoy día pidiendo trabajo humildemente, en realidad vuelve a un territorio que le perteneció y pertenecía jurídica, política, geográfica, económica y culturalmente por más de trescientos años (1513-1848). No ocurrió así con el resto de los múltiples grupos de inmigrantes venidos a este país. Parentéticamente, y para aclarar posibles malentendidos en los lectores, es necesario decir aquí que, en el presente trabajo nuestro propósito no es desestimar las contribuciones de otros grupos radicados en Estados Unidos, en particular de ingleses, irlandeses, o afroamericanos.
Hecha la anterior aclaración, es significativo destacar que la estructura social hispanoamericana en esos tiempos lejanos, y no tan lejanos, comenzó a florecer bajo dos sistemas diferentes, si bien complementarios: las misiones y las villas o ciudades. Las primeras, dirigidas exclusivamente por religiosos jesuitas y franciscanos, tenían como objeto primordial el bien espiritual y económico de los “naturales” o nativos. Alrededor del convento y de la iglesia se desarrollaron huertas y ranchos en donde se cosechaban hortalizas y se criaban gran variedad de ganados que los mismos misioneros traían de México o de España, y que eran desconocidos en estas regiones. También se daban clases a los niños no sólo de religión, sino también de lenguas, lectura, artesanía, música, etc. Los adultos, tanto hombres como mujeres, asimismo recibían, entre otras, clases de artesanía y agricultura, cocina y bordado, respectivamente. Pero quizás lo más importante fue la enseñanza por parte de los misioneros y el aprendizaje por parte de los indios sobre los nuevos métodos de siembra, regadío y recolección de productos agrícolas, que eran ajenos a estas regiones. El segundo sistema de organización, o sea, el civil, comenzó un poco más tarde que el de las misiones, y fue eminentemente sociopolítico. Empezaron a construirse ciudades. Como se puede constatar históricamente, se echó cimiento a una cadena de pequeñas ciudades desde la Florida hasta California: San Agustín (La Florida); la reconstrucción de Nueva Orleáns; Galveston (en honor a don Bernardo de Gálvez); Santa Fe; San Antonio (en honor a don Antonio de Valero); Alburquerque (en honor al marqués de Alburquerque); Los Ángeles; San Francisco, y otras muchas ciudades esparcidas a lo largo de estos extensos territorios.
A partir de lo someramente dicho hasta aquí, las preguntas vuelven a aflorar. ¿Qué le pasó al hispano de la gran Florida? ¿Qué le ocurrió a la gran Luisiana? Y ¿qué fue de Texas y del resto del suroeste hispánico? Para los estudiosos de la historia -y no precisamente para un amplio público- son bien conocidos los tratados firmados entre España y Estados Unidos (pérdida para España de la Florida), entre Francia y Estados Unidos (pérdida indirecta para España de Luisiana), entre México y Estados Unidos (pérdida para México de todo el Suroeste). Sin entrar en detalles, la explicación global y radical recae en/y es debido a tres vertientes: por una parte, a que el Destino Manifiesto angloamericano inspiró al naciente imperio a que se extendiera del Atlántico al Pacífico y de norte a sur. Por otra parte, también fue debido a la decadencia y agotamiento de la vieja supremacía española. Y, por fin, a la desorganización y debilidad de la recién independiente colonia mexicana.
A partir, pues, de 1848, aunque la mayor parte de los hispanos se quedó a vivir en estos mismos territorios -bajo una nueva hegemonía, ciertamente- tanto la vida religiosa como la civil cambiaron de manos y de estilo. De un lado, la Iglesia católica (angloamericana) se acaparó de las misiones y de las parroquias hispanas y, de otro, la vida social, económica y política pasó del régimen establecido por los muchos gobernadores hispanos al poder del angloamericano. Si nos fijamos en California, para mostrar solamente un ejemplo, notamos un fenómeno sumamente interesante. Desde 1767 hasta 1848 (81 años) hubo 15 gobernadores hispanoamericanos. Después de este período, que sepamos, han sido elegido 3 nada más en la década del 2000 y 2010. Lo que sigue, a partir de 1848, es ya “otra historia”. Una historia de “ciudadanía de segunda” clase. El hispanoamericano del “actual capítulo histórico” tiene una vivencia precaria, es decir, simplemente existe. No tiene el liderazgo político ni el poder económico para determinar, dirigir y controlar, ni siquiera a corto plazo, el futuro y destino de este país. Aunque hubo, y también hay, algunos nombres distinguidos e influyentes, éstos no han sido suficientes en cantidad ni en calidad para imprimir una dirección clara y una marca indeleble hispana para que la masa seguidora pudiera y pueda influir, configurar y transformar substancialmente la cultura dominante. Pero para poder analizar y explicar este fenómeno, que hemos denominado como “el segundo capítulo histórico” del hispano, se necesitaría un estudio largo y riguroso, lo cual está arrinconado aquí, por falta de espacio.
Para concluir, y lanzando una mirada hacia el futuro un tanto lejano, quisiéramos terminar este breve trabajo con la fórmula de don José Ortega y Gasset que habíamos parafraseado al encabezar nuestro texto: “quizás el verdadero profeta no sea el que intuye el futuro, sino el que indaga en el pasado”. Y bien, el pasado del hispanoamericano (1513-1848), como nos dice la historia, fue un pasado más bien glorioso. El presente, que se está convirtiendo rápidamente en otro segundo pasado no tan lejano (1848-2022), se podría caracterizar por un período de elemental sobrevivencia, o de simple existencia.
Aunque, el ingrediente más fuerte que se viene perfilando desde hace más de un cuarto de siglo es el demográfico. El ciudadano de cultura y origen hispanoamericano está creciendo en una proporción mucho mayor que la del grupo anglosajón. Este crecimiento es, a la vez, inquietante y esperanzador. “Inquietante” para la cultura dominante, y “esperanzador” para el futuro del hispano. Este porvenir, que pudiera ser halagüeño para el hispanoamericano, viene nublado, sin embargo, por un velo gris. Es que la creciente cantidad demográfica, sin la calidad de un elevado espíritu soñador y de una cultura fuerte y bien fundamentada, no basta. Es necesario también una base de tipo polivalente compuesto de un desarrollo económico, político, pedagógico y valorativo paralelo y concomitante al fenómeno demográfico. Y a su vez es de suma importancia difundir, o arrojar luz, a las contribuciones como las de Bernardo de Gálvez en unión de cubanos, mexicanos, y venezolanos que lucharon por la independencia de tres inmensas regiones: Luisiana, Texas y La Florida.
Fuentes consultadas
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Boeta, Rodulfo José. Bernardo de Gálvez, biografía, Madrid: Publicaciones españolas, 1977.
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Holmes, Jack. A guide to Spanish Louisiana, 1761-1806. New Orleans, 1970.
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