Jorge-Luis Borges: el poeta de las claridades y de los abismos de la muerte
(Escribe: Danilo Cruz-Vélez, 1939). Argentina es el país de América que primero y más firmemente se incorpora a la moderna corriente lírica universal. Desde 1918, en sonámbulos intentos, ha logrado regirse con seguro pulso y dibujarse con auténticas líneas en el mapa poético del continente.
Estaba aún en vigencia el rubendarismo. América se movía dentro de una órbita de Versalles funambulescos, paisajes de gobelinos, cisnes de vistoso plumaje y marquesas de Watteau; al compás de una contagiosa melodía francesa, con su temática pagana, su sensualidad de los colores y de los sonidos. A través de París –tenemos que aceptarlo– ganó su propia personalidad y por primera vez la voz morena y estremecida de angustia del mundo naciente se oyó en Europa. Pero sin pasar de lo puramente formal; la palabra adquiere o recobra su artístico, gongorino valor, se renueva el ritmo y la rima, aparece una estética inédita, y nuestra literatura se perfila como un movimiento unitario «pero sólo en virtud de su tono negativo contra el realismo», como lo observó ya Federico de Onís. Los poetas se pasean deslumbrados, sigilosos, inseguros, no atreviéndose a decirle adiós a esa borrachera de colores, de sonidos y luces; a lanzarse a la noche pavorosamente estrellada, a la noche de América y del hombre americano, más allá de los países de la vida, más allá de las tierras de los sueños, hasta el mundo del amor y de la muerte.
Como reacción contra esta poesía francesa del nuevo continente, surge y revienta una revestida de sencillez y de sangrante humanidad, que desecha lo formal, rompe el verso, evita la rima y hace del poema un juego de metáforas. En Argentina, quizá por su posición geográfica, se consubstancia con la pampa, atiende con exactitud de sismógrafo a los latidos de la propia tierra, y sujeta a los ímpetus ancestrales. Luego pasada la aventura antiacadémica se nos aparece como un movimiento tributario que, merced a su gran poder receptivo, crea su propia modalidad. Se caracteriza, entonces, como una poesía demasiado humana –y por lo humana con tendencia social- y como realizadora de una retornación a lo clásico. Voces finísimas y tumultuosas se perfilan en el aire de esta lírica postguerriana, pero sólo considero tres nombres representativos: Raúl González-Tuñón, Francisco-Luis Bernárdez y Jorge-Luis Borges.
Raúl González-Tuñón lleva a su poesía un tremendo sentido dramático. Él es el punto de partida de todo ese río de muerte que circula por la actual literatura americana. Su vida, cruzada de viajes, de pasiones y de aventuras; su experiencia de revolucionario pintada de color y dolor y música del mundo, están incorporadas a sus boletines que de cuando en cuando perforan la noche tranquila, silenciosa de máquinas detenidas. Su viril voz es una de las más potentes de las puestas al servicio de la revolución. Desde El violín del diablo hasta Rosa blindada, ha cantado con un tono hímnico, con ritmo de marcha, de himno –para cantar- que debe tener todo poema revolucionario, como él mismo afirma. Esta es una poesía de masa que es panfleto sin dejar de ser poesía. El poeta no la rebaja y la convierte en cartel o bandera, sino que la masa asciende hasta ella, por cuanto se dirige a su esencia íntima. Él pide, en El otro lado de la estrella, una poesía dinámica, que remplace la estática, proustiana, mirando la hora del mundo como acción no como contemplación, como aventura concreta, como embarcación en la actual aventura humana. Corre en su lírica un frío río de llanto quemado, gritos contenidos, sangre coagulada, campanas muertas, pitos de fábricas, y trenes que irrumpen en la noche cargados de obreros muertos.
Francisco-Luis Bernárdez es el poeta que vuelve su mirada hacia el amor petrarquesco y hacia el ardiente territorio místico de Juan de la Cruz. Su poesía es un equilibrio constante «entre el corazón y la cabeza», es –dice Eduardo Carranza- una melodiosa resultante de la claridad de la inteligencia y la serena contribución de la sangre. El buque está hecho con un lenguaje iluminado, transparente. Lo vemos seguir una travesía, sobre el silencio y la soledad, hacia el puerto del alma. Giusti se muestra asombrado ante esta nueva alegoría –el ave de pino musical y luminoso, aparecida en la noche oscura del alma- ignorada en la simbología mística. Este hermoso velero «de líneas armoniosas y proa de violín», navega en el amplio mar de la lengua castellana al lado de los más altos nombres. «La ciudad sin Laura», es la cima del amor dicho con palabras puras, y da más definitivamente, a la poesía argentina ese carácter de realizadora de una retornación a lo clásico.
Jorge-Luis Borges es un poeta multánime. Ve un mundo poblado de pájaros y muchas cosas alegres: Buenos Aires en la tarde llorando en los campanarios, los barrios del sur comentados por voces de organitos, los tranvías enterradores de la tarde, los hombres que se aburren en las esquinas, y su Palermo pintado con vaivén de recuerdo. Y otro mundo azotado por tempestades de angustia, movido por ocultas fuerzas oníricas, habitado de extraño surrealismo; paisajes anímicos arrancados del subconsciente, de ese vasto mundo de emoción contenida que mora en la zona de nuestros sueños.
Su primer período poético está ceñido de claridad y sencillez. El poeta camina deslumbrado bautizando las cosas con sus nombres verdaderos, colocándolas en un trasmundo donde se realiza su existencia concreta, desnaturalizada casi. Ante los ojos exteriores experimenta extraño júbilo y los subordina a su conciencia o los intensifica, merced a sus fuerzas anímicas. («El patio es la ventana por donde Dios mira las almas; las estrellas son corazones de Dios que laten intensidad; la luna es una vocecita de la tarde», etc.). Y, como telón de fondo, la tarde por donde siempre lo hemos visto alejarse oyendo el canto del pájaro retrasado, el tañido lejano de las campanas, y caminando
por calles elementales como recuerdos,
por el tiempo abundante de la tarde,
sin más oíble vida
que los vagos hombres del barrio junto al apagado almacén,
y algún silbido sólo en el mundo.
Casi toda esta poesía de Borges está bañada de una ligera niebla mística. Noche, ángeles, cielo, estrellas y un abundante vocabulario de origen divino se halla encauzado en una dirección terrena.
Con la tarde
se cansaron los dos o tres colores del patio.
La gran franqueza de la luna llena
ya no entusiasma su habitual firmamento.
Hoy que está crespo el cielo
dirá la agorería que ha muerto un angelito.
Patio, cielo encauzado.
El patio es la ventana
por donde Dios mira las almas.
El patio es el declive
por el cual se derrama el cielo en la casa.
Serena
la eternidad espera en la encrucijada de las estrellas.
Lindo es vivir en la amistad oscura
de un zaguán, de un alero y de un aljibe.
En el último período de Borges que conocemos se observa una extraordinaria depuración verbal y una gran fuerza lírica brotada de las regiones del subconsciente donde se acumula el ácido de años de odio y descontento. Amado Alonso observa en él un renunciamiento de la pirotecnia verbal, de la audacia metafórica, de la audaz travesía gramatical denominada ultraísmo. («Ladridos tirantes se le abalanzaron; silbidos ralos y sin cara rodando las tapias negras», etc.). Cada día hay un mayor dominio del idioma y una ausencia de la violencia contorsionista de antes. «Ahora las palabras están chisporroteando valorciones, afecciones, fantasías y emociones del autor a propósito de lo que dice; esto es, hay un estilo; el autor y su idioma se avienen ya bien y la frase con un ritmo nada virtuosista pero si seguro».
Camina por los abismos de la muerte con los ojos abiertos, con un dolor de hombre de siglo XX perdido entre máquinas detenidas. Existe allí casi la misma temática antigua, pero ya impregnada de un sabor arterial, de sangre, de tierra. Antes había cierta colaboración de la cabeza en los impulsos del corazón. Ahora su poesía brota en raudales incontenibles, inconscientes, sonámbulos, con la fuerza cósmica de la sangre. La noche ya no es la traspasada, de sombras y vuelta costumbre de su carne, sino una inmensa pregunta de fierro, nervios y sueño. Su cuerpo le duele como una herida.
De fierro,
de encorvados tirantes de enorme fierro
tiene que ser la noche,
para que no la revienten y la desfonden
las muchas cosas que mis abarrotados ojos
han visto,
las duras cosas que insoportablemente la pueblan.
Mi cuerpo ha fatigado los niveles,
las temperaturas, las luces;
en vagones de largo ferrocarril
en un banquete de hombres que se aborrecen,
en el filo mellado de los suburbios,
en una quinta calurosa de estatuas húmedas,
en la noche repleta donde abundan
el caballo y el hombre.
Ya se insinúa con tremenda precisión la cabellera de la muerte, azotando el viento de su poesía, la inmortalidad, la fecundidad creadora, «la vitalidad de la muerte».
Sigue la historia universal:
los rumbos minuciosos de la muerte
en las caries dentales,
la circulación de mi sangre y de los planetas.
Creo esta noche en la terrible inmortalidad:
ningún hombre ha muerto en el tiempo,
ninguna mujer, ningún muerto…
Ref.: «El Tiempo», suplemento: «Lecturas Dominicales», Bogotá, 2 de julio de 1939. Reproducido en: J.G. Cobo-Borda, Borges enamorado. Serie «La granada entreabierta», No.87; Ed. Instituto Caro y Cuervo, Bogotá 1999. En pie de página el compilador (JGCB) dice: «El rigor de Danilo Cruz-Vélez (1920) seguramente repudiaría hoy esta remota nota juvenil sobre Borges y otros poetas argentinos. Pero a pesar suyo esta nota ya tiene un valor histórico. Fue la primera aproximación colombiana a la obra de Borges, hecha por quien ha sido no sólo el más riguroso y coherente de nuestros filósofos, sino también un pensador siempre preocupado por el problema del lenguaje y sus relaciones con la poesía…»
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