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«La muerte y sus símbolos»

Con motivo de la aparición de la cuarta edición del libro La muerte y sus símbolos. Muerte, tecnocracia y posmodernidad, de Orlando Mejía Rivera (Editorial Universidad de Antioquia), queremos presentar unas cortas reflexiones suscitadas por su lectura, a propósito del fenómeno de la muerte. 

Resulta admirable que estemos hablando de la cuarta edición de una obra académica y de edición universitaria (primera edición en 1999), nada usual en nuestro medio, excepto que se trate explícitamente de un texto o manual de estudios. Aunque la Muerte y sus símboloses un ensayo, podríamos decir de interés general, requiere de lectores atentos y abiertos a una propuesta de lectura heterodoxa sobre la época actual, y dispuestos a ver distintas maneras como ella ha enfrentado el fenómeno de la muerte. Alcanzar la cuarta edición se debe, seguramente, a que ha sido utilizado como texto de estudio por distintas disciplinas y profesiones como la medicina, especialmente la tanatología; la sociología, la filosofía o el psicoanálisis, porque el libro se mueve en esos distintos campos del conocimiento, con notorio respaldo bibliográfico, como acostumbra hacer Orlando Mejía en sus ensayos. Ello es el resultado de un trabajo disciplinado, continuo y riguroso que ha forjado un espíritu inquieto que se mueve con autoridad por muchas ramas del saber, lo cual corresponde a una formación universal y humanista, en el sentido más clásico del término, de una persona que como Orlando, entiende que el conocimiento solo tiene sentido si está orientado a buscar la vida buena del ser humano, “el respeto por la vida humana y la armonía universal” (p. 185). 

Así que hablar ahora de la cuarta edición de La muerte y sus símbolos, se deriva de dos hechos: 1. De que su autor ya es reconocido en nuestro medio por la calidad de sus más de veinte libros publicados, muchos de ellos también con varias ediciones a cuestas, e innumerables ensayos, crónicas y artículos que continuamente aparecen en periódicos y revistas nacionales y extranjeras, y 2. Por el respaldo editorial de la Universidad de Antioquia, que, como sabemos, es uno de los sellos editoriales universitarios reconocidos en el país por el cuidado de sus ediciones y por sus políticas de promoción y difusión, lo cual es muestra del respeto con el que trata a sus autores.

 

Uno de los tres epígrafes que abren el libro es un poema del rey y poeta Azteca Nezahualcoyotl, cuyos versos finales dicen: “¡Ay! Aquí solo hemos venido a conocernos/Solo tenemos en préstamo la tierra”. Estas palabras me recuerdan las reflexiones de George Steiner sobre la expresión de Heidegger, quien habla del hombre como “huésped de la tierra”, cuya responsabilidad mayor debería ser cuidarla y, en lo posible, mejorarla. Pero, por el contrario, el hombre se muestra empecinado en acabarla y con ella a él mismo. Eso parece ocurrir porque él se cree señor omnipotente de todo lo existente, como si esto le fuera dado para su exclusivo disfrute en su efímero paso por la tierra. 

 

Para asumirse como todopoderoso comienza por ocultar la dimensión finita de la existencia, su condición mortal, lo pasajero, la pluralidad de las cosas; lo pasional, incierto e imperfecto; vale decir, ocultar nada menos todo lo que significa vivir. No podemos olvidar que en general las manifestaciones culturales, síntesis de las tareas y esfuerzos que hacemos en la vida, son la manera humana de resistirnos a la muerte, porque si fuésemos inmortales todo sería igual, y nada, en verdad, importaría, nada tendría sentido ni sabor alguno. Quienes más claro lo tenían eran los habitantes de la isla de Luggnagg, uno de los tantos lugares que Gulliver visitó en sus numerosos viajes. Por asuntos del azar ocasionalmente nacían en esa isla unos seres fantásticos que no morían, los struldbrugs, y eran por eso mismo los más desgraciados y detestados de sus habitantes. Vivían afligidos, lamentándose de no contar con la esperanza de encontrar pronto descanso, como los demás hombres. Eran inmortales, pero cargaban con el deterioro natural del cuerpo, aunque las enfermedades que padecían no aumentaban ni disminuían, y su memoria se detenía en los recuerdos tenidos solo hasta sus años de juventud. Por ello su presencia era la muestra más evidente de que el disfrute de la vida resulta de recordar que ella tiene término. 

 

Y vivir consiste precisamente en un permanente batallar por hacernos a modos de ser uno mismo y para los demás; y ello implica, entre muchas otras cosas, darle figura y relieve a los sentimientos, deseos, temores, esperanzas, sueños e imaginaciones, etc., en lo que entendemos como cultura humana: el mito, la religión, el arte, la filosofía y la ciencia. Todo lo que hacemos es una especie de celebración de la vida, por ello es tan importante saber que vamos a morir (sabernos mortales, como no ocurre con los animales) y al mismo tiempo darnos cuenta de que estar vivos es como un incesable excedente de energía que nos desborda y sobrepasa, en virtud de lo cual siempre andamos haciendo algo. Crear, hacer, pensar, compartir; aprender a atenuar y enfrentar lo duro de la existencia y gozar en compañía de lo que en ella resulte grato, es la manera como enfrentamos la muerte, no para hacernos inmortales, sino para alcanzar la plenitud de la vida en la brevedad del tiempo

 

Pero la cultura moderna de Occidente comienza por acallar todo lenguaje simbólico e intuitivo que hace visible esa dimensión, o sea el mito, la poesía y la leyenda que exprese las aspiraciones y temores humanos; en su lugar ofrece palabras mágicas, negadoras de la muerte: racionalidad, futuro, progreso, desarrollo, riqueza o el consuelo de la vida eterna. (cfr. p. 75). Además la negación de la muerte por parte de la sociedad tecnológica permite “la explotación de los miedos reprimidos de los hombres modernos para utilizarlos como fuente de productividad económica y cosificación” (p. 190). La sociedad de consumo ofrece la sensación de andar al ritmo de lo nuevo, de que en verdad vamos progresando, porque se transfiere lo transitorio a las cosas y se planta en el hombre la necesidad compulsiva de cambiar lo viejo por lo nuevo. Si lo nuevo es lo mejor, entonces el futuro, lo que está por venir es más deseable que lo que ahora vivimos y, con mayor razón, que lo que hemos vivido. Perder la tradición no significa ningún problema, como tampoco el empobrecimiento de la vida presente, cuando el “futuro” –aunque incierto- está abierto como la meta soñada. 

 

En esta ecuación el individuo se siente eterno; cuanta más capacidad de consumo tenga ahora, más orgulloso de su condición dominadora del mundo se siente. Para esto se ha agregado al valor de cambio de las cosas el carácter de ser símbolos que satisfacen deseos y frustraciones individuales. “Un carro no vende velocidad sino libertad, una loción no da buen olor sino que ofrece el amor de una mujer hermosa” (p. 69). De esta suerte los individuos se convierten en cosas útiles para el circuito económico del consumo, porque al mantener en el olvido su condición mortal, la existencia, que ha perdido profundidad, solo encuentra sentido y tranquilidad en el consumo no solo de cosas, sino también de placeres, sensaciones y experiencias artificiales como las que hoy ofrece la tecnología, en especial la de realidad virtual. Pero la vida transcurre implacable y de manera apremiante exige ser vivida, de suerte que al hundirnos en el mero quehacer cotidiano de lo productivo, en aras del “futuro” individual y colectivo, nos privamos de gozar ahora la simplicidad de las cosas y del disfrute de compartir sueños y temores con los demás.    

 

El libro La muerte y sus símboloses una especie de proclama contra las estrategias modernas de negación de la muerte, que van desde la consideración de una existencia más allá de la terrena, que desvaloriza la vida aquí en la tierra; pasando por las prácticas que han ido despojando a los ritos funerarios y al duelo de su carácter de ser espontánea manifestación de dolor profundo y sincero, para convertirlos “en ritos de adaptación, que realizan los vivos para enfrentar el abrupto choque emocional que representa la pérdida de un ser querido” (p.60); hasta los intentos por anestesiar el dolor (con las funerarias, con fármacos, etc.).  El culto a los muertos, además, se transforma en una serie de estrategias destinadas a ocultar el cuerpo muerto, cuando, por ejemplo, la cosmética pierde el antiguo sentido tradicional de homenaje amoroso al ser querido y se convierte solo en ornato; o la cremación, despojada de sentida solemnidad y de su aire ritual, se transforma en un salida más con el fin de lograr la celeridad de la ceremonia exequial. Y no entendemos que los intentos de la tecnociencia por buscar la inmortalidad, cuando cree derrotar la muerte al irnos transformando en máquinas, responden a una consideración de la vida puramente biológica y monista como si lo mental, el espíritu, ánima o alma -como quieran llamarlo- no fuera lo otro de la vida. Prueba de ello es que muchos hombres adinerados han pagado por conservar su cuerpo mediante la técnica de criogenización, con la esperanza de volver a la vida cuando se encuentre cura a la enfermedad que los mató, como si ésta no consistiera más que en una particular disposición de la materia, cual si se tratara de cuerpos máquina. Es el sueño de creer que la opresiva tristeza en la que vivían los struldbrugs era el resultado de los males de sus cuerpos y no de la absoluta incapacidad de disfrutar la vida, porque sabiéndose inmortales todo en ella pierde sentido. 

 

El filósofo lituano Emmanuel Levinas decía que “la muerte es la separación irremediable: los movimientos biológicos pierden toda dependencia respecto del significado, de la expresión. La experiencia de una muerte que no es la mía, es la experiencia de la muerte de ‘alguien’, uno que, de golpe, está más allá de meros procesos biológicos y que se relaciona conmigo en forma de alguien”. Estas palabras siempre me han inquietado y ahora, con la nueva lectura del libro de Orlando Mejía Rivera, veo que toman dimensión. Alguien que muere es como un rostro del que toda expresión desaparece. Estar vivo es poder “expresar” lo que somos, como en general ha hecho la humanidad a través de la cultura; es hacer evidente que luchamos por trascender nuestra condición finita, vale decir, porque sentimos que la muerte nos ronda, porque nos sabemos mortales. Cuando nos damos cuenta de nuestra propia muerte, no de la ajena, es cuando en verdad comenzamos a pensar por nosotros mismos; comenzamos a hacernos humanos y a darnos cuenta de que el tiempo de que disponemos es corto, por lo que el disfrute de las cosas importantes de la vida no da espera y el único tiempo apropiado para ello es el que ahora tenemos a mano.

 

Son ideas como estas las que se nos ocurren con la lectura de La muerte y sus símbolos. Muerte, tecnocracia y posmodernidad, de Orlando Mejía Rivera, una interesante excursión, guiados por la inspirada erudición de su autor, por numerosas teorías y reflexiones sobre la muerte y la confrontación entre las maneras como ha sido tomada en la época moderna y la posmoderna o, dicho de otro modo, entre la negación de la muerte o de la mortalidad humana y su reconocimiento, lo cual implica, en el primer caso, el desconocimiento del significado de la propia vida humana y, en el segundo, la consciente aceptación de nuestra condición mortal lo que debe significar el pleno goce de la vida. Por ello, afirma su autor, pensar sobre la muerte en general y sobre todo en la propia, hace valorar la vida y libera a los individuos de la cosificación en la que han caído con la sociedad de consumo y ayuda a comprender que el instante presente es, en verdad, lo más real que tenemos y un don valioso que poseemos los humanos. Y Orlando Mejía concluye: “Si los moribundos pudieran volver a su estado sano, después de vivir la experiencia de la agonía, fundarían una sociedad distinta donde las palabras y las acciones estarían unidas por el amor y el respeto a la vida” (p. 190). 

 

Aunque la muerte ajena nos produce mucho dolor, y miedo la conciencia de la propia muerte, quizás para lo último sirvan de consuelo las palabras de Epicuro quien dijo “si tú estás, no está la muerte; si ella está, no estás tú”. Estar en la tierra es, dijimos, estarlo en condición de invitados, quienes no deben olvidar la enseñanza de Aristóteles de que el huésped no debe ser eterno.  Quiere decir que cuando la muerte nos perturba, más conscientes nos hacemos de la brevedad de la vida y la mejor manera de enfrentar esa perturbación, temor más que miedo, es aprender a gozar de ella con plenitud, como vida humana, cuidando de la morada que nos acoge y la presencia inquietante pero gozosa de los otros.

 

Septiembre 28 de 2018 – 9ª Feria del Libro de Manizales

 

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Edición No. 187