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Acerca de por qué Platón (Mito o logos – Hacia «La República»)

En primer lugar, muchas gracias a Carlos-Enrique Ruiz y a las directivas de la Universidad Nacional – Sede Manizales por esta invitación tan amable que me han hecho para reflexionar aquí, en voz alta con ustedes, acerca de un tema que para mí es apasionante, y de una gran importancia para cualquier persona pensante, como es el pensamiento de Platón.

Hace tiempo no preparo conferencias académicas, sino que reflexiono con el público y, por lo tanto, los invito a que en cualquier momento me interrumpan, o me pidan mayor claridad sobre uno de los temas que esté exponiendo o me pidan información adicional. Lo que me gusta es esa especie de diálogo con el auditorio. Hace mucho tiempo aprendí en Karl Popper que entre el expositor y el auditorio no debe mediar una hoja de papel; no me gustan esas conferencias extensas, en las que el conferencista lee, muchas veces incluso casi sin mirar al auditorio, y el auditorio simplemente escucha; me encanta la exposición de viva voz. Generalmente es un tanto más precaria, la forma lingüística más imperfecta, pero creo que todo queda compensando en una exposición más viva y, por lo tanto, voy a empezar de una manera bastante espontánea a plantearles algunos de los temas que me parecen pertinentes en relación con esta pequeña obrita que se ha dado a publicidad, del por qué me interesé por Platón y por qué pienso que todas las personas, muy especialmente los universitarios, pueden extraer   gran utilidad de su lectura.

¿Por qué llegué a Platón? Para mí el problema fundamental de la persona humana es el problema ético, y el problema ético es: ¿qué hacer con mi vida?, ¿cuál es el patrón de comportamiento correcto?, ¿qué orientación le doy a mi existencia’?, y ¿de qué manera me relaciono con los demás? Es un problema del que podríamos decir apasionante y decepcionante, en la medida que nos estamos refiriendo al siglo V antes de Cristo. Y en el siglo V antes de Cristo se planteaban asuntos que siguen hoy vivos. Eso no ocurre en las ciencias positivas de la naturaleza; y en la matemática es mucho lo que se ha progresado desde entonces hasta hoy. Si hay algo inquietante en la lectura de Platón es de qué manera se platean preguntas y problemas que siguen hoy en la misma situación.

Carlos Gaviria-Díaz ilumina a su presentador CER, en la conferencia a oscuras, UN-Manizales, 15.VIII.2013

¿Será acaso que quienes se han dedicado a pensar en este tipo de problemas carecen del talento suficiente o del genio que han tenido los físicos o los biólogos o los matemáticos? Yo no lo creo. Lo que sucede es que este tipo de problemas tiene una estructura epistémica completamente distinta y eso los hace mucho más apasionantes, porque el problema de la caída de los cuerpos nos lo resolvieron Galileo hace mucho tiempo, y Newton con la ley de la gravitación universal. Pero el problema de cuál es el comportamiento bueno, cuál es el comportamiento correcto no nos lo ha resuelto nadie. Ese problemas lo tenemos que resolver nosotros, y eso es lo que me parece a mí que hay de apasionante y de enriquecedor en una lectura de Platón y en una lectura como ésta que quiero hacer con ustedes en voz alta.

El primer diálogo de Platón que cayó en mis manos –estaba yo iniciando mi carrera de derecho–, que leí ávidamente y que me planteó serios problemas, que siguen siendo tales, fue Eutifrón – o de la piedad.

¿Y qué tiene ese diálogo de apasionante? Muchas cosas. La primera: mi personaje –confesión personal que les hago– es Sócrates. No hay una persona en la historia de la humanidad que yo admire como admiro a Sócrates. Lo insinúo en el cuarto capítulo de esta pequeña obrita, cuando subrayo ¿qué era lo que Sócrates buscaba? Sócrates buscaba claridad e integridad.

Carlos Gaviria-Díaz hace su conferencia a oscuras; UN-Manizales, 15.VIII.2013

Para mí la claridad es esencial, no únicamente en el campo lógico, en el campo del conocimiento, sino en el campo vital: ¿qué hacer con mi vida? Hay que tener claro qué se va a hacer con la existencia, qué sentido le atribuyo a mi existencia. Y la integridad, que es para mí una meta moral alta y altamente deseada, ¿en qué consiste? Consiste en que yo amolde mis palabras a mis pensamientos y mi acción a mis palabras, que la gente sepa con certeza que lo que digo es lo que pienso y lo que pienso es lo que hago. Y eso es excepcional.

Y sí que es excepcional especialmente en el mundo del que vengo –así lo haya transitado muy brevemente–, como es el mundo de la política. El mundo de la política poco tiene que ver con el mundo de la integridad: es el mundo del engaño, es el mundo de la impostación, es el mundo de la mentira; en cambio, Sócrates lo que se proponía era claridad e integridad, por eso es mi personaje. Y ese primer diálogo que leí tiene mucho que ver con la personalidad de Sócrates. 

En Eutifrón se ratifica el propósito socrático de buscar el conocimiento que él decía no tener. Querofonte, un amigo de Sócrates, había preguntado a la pitonisa del oráculo de Delfos: ¿Hay en Atenas un hombre más sabio que Sócrates? Sócrates dice que a él le preocupó mucho la respuesta negativa, porque él era el primero en confesar su ignorancia. Entonces empezó a hacer un ejercicio apasionante: ir donde aquellos que se decían poseedores de un saber para ver en qué consistía ese saber.

Los diálogos aporéticos o problemáticos de Platón son aquéllos que preguntan por la esencia de una virtud en particular, por ejemplo: ¿qué es la valentía?, ¿qué es la sabiduría?; ¿cuál es la esencia de valentía?, ¿cuál es la esencia de la sabiduría? Y en este caso ¿cuál es la esencia de la piedad?

Entonces Sócrates va donde alguien que tiene fama de saber en qué consiste la piedad y de ser piadoso, y es un sacerdote ateniense: Eutifrón. La pregunta inicial que le plantea Sócrates a su interlocutor es la siguiente: ¿tú sabes en que consiste la piedad? Y él responde sin vacilación: “mejor que nadie”. ¿Y eres piadoso? “Como ninguno en Atenas”. Ese es el hombre que Sócrates necesita para que le aclare en qué consiste la piedad. 

Y empieza a dialogar y a mostrarle a Eutifrón que dista mucho de saber en qué consiste la piedad, y por lo  tanto a dudar de si en realidad sí posee la virtud que él mismo dice poseer: la piedad. Y la pregunta fundamental que le hace es esta: “Eutifrón, ¿las cosas son buenas porque los dioses las quieren o los dioses las quieren porque son buenas?” Y naturalmente la confusión de Eutifrón es bastante grande.

Esa pregunta aparentemente inocua que le formula Sócrates a Eutifrón es tan rica que da para una disputa escolástica en los siglos XII y XIII entre santo Tomás y Duns Scoto, y aún hoy sigue viva. Pero les decía que a propósito de esto voy a poner de relieve algo significativo de la personalidad de Sócrates.

Cuando Eutifrón se declara confundido frente a la pregunta que Sócrates le formula, Sócrates le dice lo siguiente: lo malo es que el diálogo lo vamos a dejar trunco, no podemos seguir adelante porque yo tengo ahora un compromiso. Y cuando Eutifrón le pregunta: ¿cuál es el compromiso  que debes cumplir? Sócrates le dice que enseguida debe comparecer frente al tribunal de los 500.

Lo van a juzgar por impiedad, por corrupción de la juventud y por tantos otros cargos –sobre lo que habría que volver, no obstante los análisis pormenorizados que muchos autores ya han realizado. De momento, lo que quiero poner de presente es esto: ante la respuesta de Sócrates Eutifrón se siente sobrecogido. Le dice: “¿tú vas ahora a comparecer frente al tribunal de los 500, que te puede condenar a muerte, y estás hablando conmigo sobre estas cosas que para tanta gente pueden ser superfluas? ¿Por qué no estás más bien preparando tu defensa?” Y Sócrates le dice: mi defensa no tengo que prepararla, para eso me he preparado toda la vida. 

Está sereno, completamente tranquilo para dar cuenta ante el tribunal de los 500 de lo que ha sido su conducta. Esa defensa tiene dos versiones: la jenofontina y la platónica, que es, a mi juicio, especialmente la versión que hace Platón de ella –porque Platón tiene una inspiración poética y un amor por Sócrates extraordinario–, pero que en lo esencial coincide con lo que dice Jenofonte de lo que Sócrates dijo ante el tribunal de los 500. Esa pieza, les digo, para mí es la pieza literaria más hermosa. Si a mí me dicen: elija una pieza, una sola, que usted pueda mostrar como ejemplo de belleza, de estética literaria, yo no dudo en elegir la Apología socrática, una pieza que no fue escrita sino dicha verbalmente, y no para producir los efectos que en realidad en personas como nosotros produce –hablo de mi experiencia personal–, sino con un fin práctico: defenderse, exponer su vida. ¡Que pieza tan hermosa!, dicha de viva voz, no escrita, y además no con el objeto de producir efectos estéticos, sino con el objeto de producir un fin práctico: defenderse ante el tribunal de los 500.

Esta circunstancia pone muy de presente cuál era el temple de Sócrates. Y Eutifrón pone de presente la riqueza de los diálogos que yo prefiero de Platón, que son para mí los típicamente socráticos, los llamados “problemáticos” o “aporéticos”. ¿Cuál es la característica de esos diálogos? La característica de ellos es que terminan en un interrogante sin respuesta.

Me referí también a Laques -o de la valentía. ¿Qué hace Sócrates en él? Va a averiguar en qué consiste la valentía. Y ¿con quienes va a averiguar en qué consiste la valentía? Con quienes dicen poseer esa virtud. Dialogará entonces con dos generales atenienses: Nisas y Laques, y les preguntará en qué consiste la valentía; y lo que les demuestra es que no saben en qué consiste. Y si no saben en qué consiste la valentía es altamente dudoso que posean esa virtud. El diálogo termina más o menos de esta manera: “es evidente que ustedes no saben en qué consiste el valor. Yo tampoco. La conclusión es que unos y otros necesitamos un maestro”.

En Cármides se propone averiguar en qué consiste la sabiduría. Busca a Cármides, un joven que tiene fama de ser sabio y le pregunta: ¿tú eres sabio? “Lo soy”. ¿Sabes en qué consiste la sabiduría? “Desde luego”. Y el ejercicio dialéctico de Sócrates con Cármides llega a la misma conclusión: que Cármides no sabe en qué consiste la sabiduría, y Sócrates dice no saber tampoco en qué consiste.

A esta misma clase pertenece el primero de los diálogos socráticos que leí, y que me apasionó y me introdujo en la lectura de Platón. ¿Por qué? Porque lo más importante no es que a uno le resuelvan los problemas, sino ser consciente de los problemas que hay, y del reto que implica para cada quien responder de manera responsable y satisfactoria preguntas de esa clase. Son diálogos con un contenido absolutamente moral y ético; apuntan a eso: cómo me planteo yo en el mundo, qué orientación le doy a mi vida, qué sentido le atribuyo a mi existencia. Y en eso yo soy insustituible.

Don José Ortega y Gasset tiene una distinción que me parece fascinante, como muchas de las que él hace. Dice que en cada uno de nosotros conviven dos seres: uno el trivial y otro el monástico. Y ¿en qué consiste el ser trivial? El ser trivial está constituido por una serie de actividades que nosotros realizamos, que cumplimos diariamente, pero en las cuales somos completamente sustituibles; por ejemplo ¿qué debo hacer yo hoy?; necesito una camisa, pero debo dedicar mi tiempo a otra cosa. Entonces le digo a un amigo, a una amiga, a mi mujer, que me compren esa camisa de tales y tales características, y cualquiera de ellos puede cumplir esa función por mí. Otro ejemplo: la Universidad Nacional tuvo la amabilidad de que tuviera con ustedes esta charla. Bien hubiera podido invitar a otro, a otro persona, y, por lo tanto, para hacer una reflexión ante ustedes yo cumplo una función completamente sustituible, eso pertenece a mi ser trivial. Sinembargo, lo que yo les estoy diciendo no hubiera podido delegarlo en nadie. Decirle a una persona: mira, voy a hablar en la Universidad Nacional de Colombia sede Manizales sobre Sócrates, ¿por qué no preparas tú lo que voy a decir sobre Sócrates para yo decirlo? ¡Imposible! Eso pertenece a mi ser monástico. Nuestro ser monástico está constituido por aquellas actividades que nosotros debemos cumplir estrictamente nosotros mismos. Fíjense ustedes: el acto monástico por excelencia es la muerte; lo tenemos que cumplir estrictamente solos, como lo subrayaba Don Miguel de Unamuno. Aunque estemos acompañados por las personas más amorosas, más afectuosas, que nos toman las manos y nos dicen “no te vayas, queremos que vivas todavía”, etc., lo cumplimos nosotros absolutamente solos. Nadie puede ofrecerse a morir por mí; y esa es una característica del sentido de la vida, que es un acto que no pertenece al ser trivial sino que está anclado en la raíz del ser monástico. ¿Qué sentido le doy a mi vida? Yo no puedo ir donde un amigo a preguntarle ¿dime: qué sentido le doy a mi vida?

Cito a menudo un episodio que me parece conmovedor, muy bello e ilustrativo sobre este tema. Lo menciona Jean Paul Sartre en un librito muy hermoso que se llama El existencialismo es un humanismo. Allí dice Sartre que cuando París estaba ocupado por los ejércitos alemanes fue un estudiante donde él y le dijo: “maestro, yo creo en usted, usted es una persona sabia y quiero que me diga qué debo hacer yo en la circunstancia en  la que me encuentro”. Y le dice Sartre: ¿cuál es la circunstancia en la que usted se encuentra? “Es esta: yo soy hijo único y mi madre está enferma. Si me voy a la guerra mi madre se va a morir, pero si yo no me incorporo al ejército francés para defender a mi patria de los alemanes, me sentiré un traidor a la patria”. Y Sartre le dice: ese problema no es mío, ese problema es suyo; no me traiga usted a resolver un problema que sólo puede resolver usted, porque usted tiene las cosas completamente claras. Sartre hacía allí una alusión a la propuesta ética kantiana: usted sabe en qué consiste el imperativo categórico: obra de tal modo que tus actos puedan convertirse en regla de comportamiento universal. Usted sabe que puede convertirse en un hijo ejemplar y entonces decir “me desentiendo de mi patria y cuido a mi madre” o en un patriota ejemplar y decir “abandono a mi madre a su propia suerte, incluso puede morir, pero voy a defender mi patria” ¿Y usted lo que quiere es que yo le diga si es más importante un patriota que un buen hijo? ¡Ese problema no lo puede resolver sino usted!

Esa es la manera de remitir a una persona a que asuma las obligaciones de las que no puede claudicar, obligaciones que no puede endosar. Y eso es, en eso consiste, la raíz del problema ético: ¿cuál es el buen obrar?… voy a averiguarlo; voy a ver si Spinoza me da luz –uno se puede ilustrar leyendo a Spinoza, leyendo a Kant, ahora incluso leyendo a Habermas, leyendo a Russell, etc.; ellos le dan criterios, le iluminan a uno la conciencia para que uno definitivamente decida lo que debe decidir. Y como este no es un problema banal, intranscendente, sino un problema fundamental, es el problema del que yo debo hacerme cargo.

Recuerden el planteamiento que les hacía al comienzo diciéndoles: ¿será que las personas que han dedicado su vida a pensar en la ética y en la moral tienen un genio recortado, un talento disminuido, no comparable al de Euclides, al de Newton, al de Heisenberg, etc.? No; lo que pasa es que son problemas de otra índole, y en la incertidumbre que plantean y en ese estar condenados a no ser nunca resueltos de manera definitiva y satisfactoria radica su esencia, y es lo que más atractivos los hace. Esto está íntimamente ligado con la afirmación que ahora les hacía en el sentido de que mi personaje es Sócrates, porque Sócrates es el que se embelesa planteando preguntas de esta naturaleza y mostrándoles a los demás que no las saben responder, pero que él tampoco las sabe responder. Es el ejercicio a mi modo de ver más apasionante y más provechoso que una persona pueda hacer.

Lo hasta ahora dicho es un pequeño ejercicio introductorio al que yo considero el libro más completo de Platón: La república. Aquí nos topamos con un problema que han tratado los mayores helenistas y los mayores platonistas: el de que Sócrates no escribió nada, excepto, quizás, un himno a Apolo. En cualquier caso, los problemas que a él le apasionaban no los dejó por escrito. Quien los recogió fue Platón.

Y en Platón hay también algo apasionante: él era un poeta y un escritor de obras de teatro, y cuando conoció a Sócrates abandonó la poesía y el teatro porque Sócrates lo apasionó y entonces se dio a recoger lo que Sócrates había dicho.

En la obra de Platón ustedes encuentran diálogos de muy distinta índole, pero que podríamos reducirlos a estas dos categorías: unos donde lo que se hace es preguntar y dejar el interrogante, no tienen respuesta; y otros donde se dan respuestas.

Aunque sé que es una temeridad, me atrevo a dar respuesta a preguntas que se hacen todos los estudiosos de Platón: ¿Qué dijo en realidad Sócrates de lo que le atribuye Platón? ¿Qué fue lo que Platón dijo de su propia cosecha y lo puso en labios de Sócrates para darle más crédito? Sobre eso hay escuelas, por ejemplo la Escuela escocesa de Burnet, que dice que todo lo que Platón le atribuye a Sócrates en realidad lo dijo Sócrates y que, por lo tanto, entre el Sócrates platónico y el Sócrates histórico no hay ninguna diferencia; que el Sócrates que nos muestra Platón en sus diálogos corresponde rigurosamente al Sócrates histórico.

Pero un gran platonista y socrático, conocedor de la cultura helénica y específicamente de la cultura de Sócrates y Platón, Hans Maier dice: es que Sócrates no existió; no existió a la manera en que Platón nos lo presenta. Dice: Sócrates fue un ciudadano, admirable, en realidad valeroso, que tomaba las armas para defender a Atenas cuando había que hacerlo, cumplidor de la ley, etc. Pero no era ese personaje excepcional que nos pinta Platón; ese personaje es una construcción del poeta que era Platón. Ahí tienen ustedes dos tesis opuestas.

En cambio Edward Zeller, por ejemplo, dice: algunos de esos diálogos, algunas de las cosas que Platón le atribuye a Sócrates las dijo Sócrates y otras no, ¿cuáles sí y cuáles no? Y aquí es donde está mi osadía. Yo creo lo siguiente: que los diálogos típicamente aporéticos, que terminan en una pregunta, son los típicamente socráticos. Sócrates no tenía solución para nada, o al menos no le gustaba dar soluciones; lo que le encantaba era plantear preguntas, dejar interrogantes, dejar perplejo al interlocutor y participar él de la perplejidad de su interlocutor, y, por lo tanto, esos diálogos llamados aporéticos o problemáticos son los típicamente socráticos. En cambio, hay diálogos, los llamados protrépticos o exhortativos, donde se sostienen tesis; esos son típicamente de Platón. Y se puede rastrear incluso las razones de esta afirmación: eran dos personas muy diferentes, incluso en su extracción social. Sócrates era un hombre pobre –como él mismo lo dice en su apología: “jamás le he pedido dinero a nadie ni ayuda a nadie, y pongo al mejor testigo para que deponga a mi favor, aquí tienen a ese mejor testigo mi pobreza, yo soy un hombre pobre”. No era un hombre paupérrimo, no. Se armó como hoplita y eso necesitaba algún recurso económico; yo diría que era un hombre de clase media. Mientras que Platón era un aristócrata y rico, y, por lo tanto, tenía un poco la prepotencia que tienen quienes pertenecen a esa clase, que no se conforman simplemente con formular preguntas sino que dan respuestas; no sólo formulan hipótesis sino que sostienen tesis. Por lo tanto, esos diálogos protrépticos donde hay respuestas son típicamente platónicos, donde hay elementos socráticos desde luego, porque en todos ellos hay preguntas y las preguntas se desenvuelven, y al darle desarrollo a las preguntas se van formulando respuestas.

La república es para mí el diálogo platónico por excelencia, el más bello, el más completo y donde hay una propuesta política, la propuesta aristocrática. Ese diálogo transcurre en la casa de Céfalo, un rico ateniense, y allí está Sócrates rodeado de sofistas, están Claucón, Adimanto, Trasímaco, etc., y alguno de ellos le pregunta: Sócrates, dinos: ¿quién es un hombre justo? Y Sócrates responde: “para hacer esa averiguación más bien pongámosla en caracteres mayores y no preguntemos quién es un hombre justo sino qué es un Estado justo, para luego proyectar esos caracteres en minúscula y responder la pregunta.” 

Me interesa eso porque es la primera propuesta de un Estado eminentemente antropológico, en el sentido de que el Estado y la persona humana, que van a constituir al Estado, se encuentran en reciprocidad de perspectivas, y lo que encontramos en las personas lo encontramos en el Estado. Allí se postulan los tres estratos que debe haber en cada Estado: la cabeza, el corazón y el abdomen.

En la cabeza va a estar el filósofo, que es entonces quien debe gobernar, aquél en quien prevalece la razón porque ha dedicado toda su vida a la reflexión, ha dedicado toda su vida al conocimiento y, para Sócrates y Platón, que son intelectualistas sumos –especialmente Sócrates–, entonces no hay nada más elevado que el pensamiento, no hay nada más elevado que la razón.

En segundo lugar –los griegos no conocían la voluntad-, hay personas en qienes prevalecen los instintos. Los superiores o irascibles, es decir, aquellos que convocan o impulsan a la persona a actos que les darán la gloria, que los llevan a batirse en el campo de batalla, a defender la patria, etc. Las personas en quienes prevalecen esas tendencias son los guerreros, que van a ocupar también un puesto importante dentro de la república platónica; pero no tan importantes como el filósofo, que va a ser el gobernante.

Luego están las personas en quienes prevalecen los instintos inferiores: el instinto de preservación natural, la necesidad de comer, el instinto de conservación de la especie, el instinto sexual, la gratificación erótica, y, por lo tanto, esas personas pertenecen a la categoría más baja. Para Platón, sinembargo, esas personas no se van a sentir infelices en el estado, porque –y aquí tienen ustedes la primera definición de justicia que se formula sistemáticamente– la justicia consiste en que cada cual haga lo suyo: lo suyo del filósofo es gobernar, lo suyo del guerrero es defender al estado-ciudad y lo suyo del trabajador es trabajar para que los otros puedan dedicarse a gobernar y a defender su patria. Los trabajadores, dirá Platón en esa propuesta, son también completamente felices dentro de esa sociedad porque están haciendo lo suyo.

De la misma manera que el Estado justo es aquel en el cual los filósofos gobiernan, los guerreros defienden la patria y los trabajadores producen para que los otros se dediquen a lo suyo, en el hombre justo la razón prevalece sobre los instintos de gloria, que son los instintos superiores, y sobre los instintos bajos, que son los instintos sexuales. Pero a eso se llega después de hacer una reflexión acerca de lo que es el Estado justo.

Retomemos ahora el tema del mito y el logos observando la simetría que hay entre La república y el Timeo. ¿Qué es el Timeo? Si ustedes me ven leyendo un libro y me preguntan “¿qué está leyendo?”, y yo les digo: estoy leyendo el Timeo de Platón; y ustedes me dicen: “¡ah! está leyendo filosofía!” Les digo: no estoy leyendo filosofía, eso es fantasía, eso es poesía, pero nada más.

¿Por qué? ¿Qué se plantea allí Platón? Se plantea este problema: ¿cómo se hizo el mundo?, ¿quién lo hizo? y ¿cómo se hizo el hombre? (en el sentido antropológico incluyendo hombre y mujer, la persona humana). Y entonces va a decir Platón –para que vean que esto no es filosofía, es pura imaginación, pura fantasía, pura ficción–: el Demiurgo. Los griegos nunca pusieron en tela de juicio la eternidad de la materia y nunca se preguntaban ¿quién creo la materia?, sino ¿la materia eterna que siempre ha existido quién la moldeo y cómo la moldeó? La moldeó el Demiurgo, que es el supremo artesano.

Entonces ¿qué dispuso el Demiurgo en la persona humana? Dispuso lo siguiente: que tiene tres almas (recuerden lo que acabamos de decir sobre el Estado): un alma racional que se encuentra en la cabeza, entonces fíjense en la imaginación de Platón tan coherente que lo lleva a postular que la caja craneana es la parte del cuerpo más dura que tiene el hombre, porque allí radica el alma más valiosa, su alma racional.

Después de esa, ¿cuál es la parte más dura del cuerpo? Es el pecho, el tórax, que no es tan dura como la caja craneana, pero es dura porque allí hay un alma valiosa: la de los instintos superiores, que llevan al valor, a la valentía, a la gloria.

Y luego un alma que es la inferior –llamémosla “el alma mezquina”–, en donde radican los instintos de supervivencia individual y de la especie, el deseo de comer y la gratificación sexual y, por lo tanto, esa parte no merece ser protegida: si se atenta contra ella nada se pierde, es el abdomen donde no hay huesos.

Fíjense ustedes en la imaginación de Platón… ¿será eso pensamiento racional? ¡Eso es fantasía, la fantasía del poeta!, porque Platón era un poeta, y su amor al mito nunca lo abandonó. Lo que encontramos en el Timeo es un puro mito sobre la creación del universo. Allí nos dice que el mundo es redondo, y uno se pregunta: ¿y cómo lo supo, si durante tanto tiempo se dijo que la tierra era plana, y solamente en una etapa posterior –en el renacimiento– se estableció que la tierra era redonda?

Platón se anticipó a decir que la tierra era redonda por una razón casual, la de haber recibido un legado pitagórico. Pitágoras decía que el mundo era redondo, y esa afirmación de Pitágoras ¿era una afirmación científica? De ninguna manera; aunque casualmente acertada, era una afirmación mítica también. Él decía que la figura perfecta por excelencia es la esfera, debido a su equilibrio: todos los puntos equidistan de su centro. Y por eso el Demiurgo debió hacer la tierra perfecta, y por ello la tierra es redonda. ¡Eso no puede ser un argumento para defender la redondez de la tierra! Se trata de una imaginación poética coincidente con la realidad, pero allí no hay un método que se haya seguido para hacer ese tipo de afirmación.

Con esto quiero decirles que cuando Platón plantea en el Timeo estas cosas, el mito, que él decía haber abandonado a partir del conocimiento de Sócrates, nunca lo abandonó. En efecto, Platón quiso ser un pensador racional y lo fue, pero no abandonó nunca el mito. Cultivó el logos, desde luego, pero lo mezclaba con el mito y lo mezclaba de una manera artificiosa, de tal manera que la persona que lo escuchara no supiera dónde terminaba el mito y dónde empezaba el logos.

Muchos diálogos dan cuenta de esto. Por ejemplo, el Gorgias –o de los Sofistas– se plantea un problema bello, una pregunta hermosa e inquietante: ¿por qué en las asambleas populares, cuando se trata de la construcción de caminos solo son escuchados los ingenieros, cuando se trata de la construcción de edificios los arquitectos, si se trata de problemas de la salud los médicos, pero cuando se trata de la justicia cualquier ciudadano puede opinar? Eso parece una paradoja: ¿es que el de la justicia es un problema subalterno, mientras que los otros requieren conocimiento técnico y especializado que determina que solo los especialistas puedan responder, mientras que tratándose de la justicia cualquier ciudadano puede hacerlo?

¿Y qué respuesta racional tiene? Sócrates no le da una respuesta racional, pero Platón apela al mito, al mito de la creación del hombre, de la criatura humana. Una vez que la criatura humana fue tal, el Demiurgo advirtió que la había dejado en inferioridad de circunstancias que las demás especies, porque el hombre no es tan fuerte como el león, tan veloz como la gacela ni puede volar como el águila. Entonces Prometeo, que era un dios favorable a los hombres, les mandó a través de Hermes, el dios del comercio, un regalito a los humanos: la sindéresis, la capacidad de distinguir lo correcto de lo incorrecto, lo bueno de lo malo, y como la justicia es un problema de esa estirpe ahí cualquiera puede opinar.

Naturalmente la respuesta que da es hermosa, imaginativa, fantástica, pero mítica, eminentemente mitológica. Y eso Platón lo hace permanentemente, mezclar el logos con el mito. ¿Por qué? ¡Porque nunca dejó de ser el poeta que quiso dejar de ser! Siempre fue un poeta, siempre fue un dramaturgo, su destreza para los diálogos justamente la empleó luego en la exposición de temas filosóficos. El diálogo ¡qué manera tan didáctica, tan eficaz de atender problemas filosóficos y a veces de responder! ¿Por qué Platón expulsa de la república a los poetas? Massimo Cacciari –un filósofo político italiano, militante y alcalde varias veces de Venecia– tiene un libro muy interesante que se llama Hombres póstumos. Allí nos da una respuesta muy bella: ‘Platón los expulsa porque quiere que todo en la república sea logos y la poiesis es remisa a someterse a la sabiduría del logos; el poeta no se somete a los estados de la razón, y como no se somete a los estados de la razón hay que excluirlo. Lo que hace Platón es reivindicar el logos, querer abandonar el mito, pero nunca lo abandona. No hay un solo diálogo de los más célebres de Platón donde el mito no esté vinculado con el logos.

Gorgias –o de la retórica– es un diálogo magnífico. A mí me gustan muchas cosas de él, pero hay una que es la que más me gusta, y es que Gorgias era el mayor de los retóricos, el sofista mejor orador y tal vez el mejor orador ateniense en su momento. Allí Sócrates –quien se encuentra de manera casual con Gorgias, que acababa de pronunciar un discurso muy extenso– les pregunta a los discípulos: bueno ¿y qué es lo que Gorgias enseña? Y ellos le dicen que le pregunte directamente a él. Entonces Sócrates va y le pregunta: ¿qué es lo que tú enseñas? Y Gorgias le responde: “la más noble de las artes, la más alta”. Y Sócrates le dice: no te estoy preguntando qué es, qué excelencia tiene sino en qué consiste. “Lo que yo enseño es la retórica”. ¿Y en qué consiste la retórica? “En hablar bien, yo enseño a hablar bien”. Y le dice Sócrates, ¿a hablar bien de qué?, porque de la salud habla bien el médico, de la construcción de caminos el que habla bien es el ingeniero, de la construcción de edificios el que habla bien es el arquitecto, entonces tú ¿enseñas a hablar bien de qué? Ahí tienen ustedes una pregunta hermosa contra la retórica vacua, contra esos discursos frondosos a través de los cuales no hay nada. Sócrates prefería la dialéctica, la confrontación desnuda de mi argumento contra tu argumento, de la pregunta que yo te formulo con la respuesta que tú me das, o viceversa.

Lo mismo se puede decir de un diálogo hermoso que se llama Protágoras –o de los Sofistas–, diálogo que está clamado por una puesta en escena, porque desde el comienzo hasta el fin uno quisiera verlo representado.

Fíjense ustedes, llega un adolescente, bastante niño todavía, muy temprano a la casa de Sócrates y toca. Y le dice Sócrates: “¿qué te trae tan temprano a mi casa?”. Y le dice el niño –Hipócrates, que no es el médico: es que Protágoras está en Atenas. Y Sócrates le dice: “sí, yo he oído lo mismo”. Y me dicen que tú eres amigo de Protágoras. “Sí, yo soy amigo de Protágoras”. Y quiero que tú me presentes a Protágoras. “¿Y por qué quieres que te presente a Protágoras?”. Porque quiero que Protágoras sea mi maestro. Entonces emprenden el camino hacia la casa de Calias, el rico ateniense, donde se hospeda Protágoras, y en el camino le va preguntando Sócrates al niño: “¿Y por qué quieres que Protágoras sea tu maestro?”. Porque él tiene fama de ser el más importante de los maestros que hay en Grecia. Y entonces le dice Sócrates: “debes tener mucho cuidado al elegir a tu educador, porque si tú vas al mercado y compras unas barras de género y te engañan, tú las puedes devolver, pero en materia de educación no puedes devolver lo que te dieron; esa arcilla ya se plasmó de un determinado modo y no es susceptible de ser reformada, mucho ojo al elegir al maestro”.

Desde ese momento uno sabe que se van a enfrentar dos colosos: Sócrates y Protágoras. Van camino de la casa de Calias. Sócrates va conversando con Hipócrates y uno sabe a dónde van dirigidas las preguntas, y cuando llegan lo encuentran en los jardines de esa mansión tan hermosa acompañado de Pródico de Ceos –un lingüista, y de Hipias de Élide –un matemático. Todos los sofistas tenían un conocimiento variado, eran eruditos; está pues acompañado de sus amigos sofistas. Sócrates empieza a preguntarle esto: dime Protágoras: ¿la virtud es una o las virtudes son varias? Y Protágoras dice: “Hay varias virtudes”. ¿De modo que la belleza y la justicia son cosas distintas? “Son cosas distintas”. De modo que hay cosas justas que son feas o cosas injustas que son bellas. Entonces empieza ese razonamiento para mostrar que la pluralidad de virtudes es insostenible. Sócrates hace permanentemente retroceder a Protágoras para preguntarle finalmente lo que ya había preguntado en el diálogo el Menón –o de la virtud–: Tú dices que eres maestro de la virtud ¿es que acaso la virtud se puede enseñar?

Y esa tesis o esa pregunta –que es apasionante, como les decía cuando empezaba esta reflexión–, es actual, vigente. La podemos plantear de esta manera: ¿la ética se puede enseñar?

Lo que le pregunta Menón a Sócrates es: “Sócrates, ¿la virtud se puede enseñar?” Y como en los diálogos no sobra nada, todo tiene su sentido, las pullas contra los sofistas están predispuestas. Entonces ¿quién es Menón? Menón es un militante del partido democrático ateniense, y la democracia ateniense acababa de ser restaurada en una guerra muy costosa en vidas, que es la guerra contra los 30 tiranos. Sócrates le responde: Menón ¿por qué no procedemos lógicamente?; averigüemos primero qué es la virtud para saber si se puede enseñar. Pero Menón, que no es filósofo sino político, le dice: “Yo no tengo tiempo para esas tonterías, eso tú que estás tan viejo y te sigues dedicando a esas fruslerías. Yo lo que quiero es que me des una respuesta práctica: si quiero que mis hijos sean virtuosos ¿donde quién los mandó?” Sócrates cede ante esa solicitud y dice –otra vez una pulla contra los sofistas, aquí se enfrentan un filósofo y un político y los sofistas eran fundamentalmente políticos–: Si tú me dices que tu hijo quiere ser un gran esgrimista, o que tú quieres que tu hijo sea un gran jinete, conozco de buenos maestros del jinetear, pero yo no conozco maestro de virtud (eso era en contra de los sofistas, que se consideraban maestros de virtud) y por lo tanto no sé dónde quien mandarlo.

En el Protágoras se retoma el problema, pero el diálogo termina de una manera sorprendente. ¿Por qué? Porque Sócrates cree que la virtud es racional, pero que no se puede enseñar; en cambio Protágoras cree que la virtud sí se puede enseñar. Pero con las preguntas que Sócrates le hace incurre a menudo en contradicciones: ¿La virtud es una o las virtudes son múltiples? “¡Ah! son múltiples”, le hace decir finalmente Sócrates. Y si son múltiples, lo son al modo como las partículas que constituyen una barra de oro son múltiples, pero constituyen algo homogéneo como una barra de oro, o al modo como las partes del rostro humano constituyen una unidad aunque sean diferentes. Y naturalmente todas esas preguntas son problemas que le va planteando Sócrates y que resultan insolubles para Protágoras, con el propósito “malévolo” de mostrarles a los que se jactan de ser muy sabios que no saben nada.

Recordemos la anécdota de Querofonte, quien va al santuario de Apolo en Delfos a preguntarle si en Atenas hay alguien más sabio que Sócrates, y la pitonisa dice que no hay nadie más sabio, por lo que Sócrates se sentía confundido, puesto que él decía que era un ignorante. ¿Cómo podía ser el más sabio de Atenas? Cuando hizo ese recorrido hizo quedar mal a todos los que presumían de saber en qué consiste la piedad, en qué consiste la sabiduría, en qué consiste la valentía. A todos los hizo quedar mal, y eso fue lo que le cobraron mediante las acusaciones de Anito y Meleto, quienes lo acusaron frente al tribunal de los 500 de ser corruptor de la juventud y de crear nuevos dioses. Concluyó, finalmente, que tal vez la pitonisa tenía razón; que a lo mejor él era el más sabio porque conocía su ignorancia y los demás no la conocían. Una cosa estremecedoramente hermosa, bella como son todos los diálogos de Platón.

¿Qué hago yo aquí? Un ejercicio meramente introductorio, porque en el primer capítulo me ocupo del tema del mito y el logos, que lo planteo de una manera elemental. La persona humana es la persona condenada a ser libre –decía Sastre- y condenada a saber; el saber es un gran bien. Y es que no podemos no saber, la persona inicialmente comparte con las demás criaturas muchas cosas en común, pero hay una que no comparte con ninguna otra, la de saber en qué medio se mueve, por qué está allí, para dónde va, problemas todos inherentes a la condición humana: siempre nos estamos planteando ese tipo de problemas.

Hans Vaihinger, un filósofo entre nosotros muy ignorado, en cuya obra más importante, La filosofía del como si, escrita en 1911, dice que el conocimiento es simplemente una facultad práctica, que nos sirve para adaptarnos al medio en que nos encontramos o movemos, pero que nos gusta tanto la manera  cómo funciona, que entonces empezamos a averiguar otras cosas que no tienen que ver con nuestras necesidades inmediatas, sino con otro tipo de necesidades. Empezamos a utilizar el conocimiento para otras cosas.

De manera semejante, Spengler dice, en la Decadencia de Occidente, que el arte no empieza con la casa, que la arquitectura no empieza con la construcción de la casa sino del castillo, porque la casa hay que construirla incluso de una manera rústica y tosca para satisfacer la necesidad de vivienda, cuando ya la tengo satisfecha puedo embelesarme en construir no solamente una casa sino una casa bella.

De la misma manera –esta es la hipótesis que elabora Vaihinger–, el conocimiento es una facultad práctica para adaptarnos en el mundo, pero una vez que ya hemos agotado esa necesidad y ya sabemos adaptarnos en el medio en el que estamos, empezamos a emplearla en otras cosas; por ejemplo, a preguntarnos por qué estamos aquí, quién dispuso que estuviéramos aquí, y qué ocurre después de esta vida, etc., entonces empezamos a realizar una actividad con la que originariamente no se contaba, una actividad científica o una actividad filosófica.

Lo que me propongo en la segunda parte de esta reflexión – si es que llego a poner en obra blanca lo que tengo en obra negra–  es mirar problemas como los que les he esbozado. Ahora trato el mito y el logos para mostrar que en Sócrates hay logos, en Platón hay mito y logos. Sócrates es el prototipo del logos y Platón, que quiere imitarlo, no puede abandonar su condición poética y por tanto continuará mezclando razones con mitos.

En el segundo capítulo del libro planteo un problema muy lindo: la disputa entre Heráclito y Parménides, que generalmente se ha planteado en estos términos: Parménides, el primer ontólogo, el primer metafísico, sostenía que el ser es uno, inmóvil, mientras que Heráclito va a decir que todo está en perfecto movimiento y que nunca nos bañamos en el mismo río, porque ni el río es el mismo cuando llegamos a él por segunda vez, ni nosotros somos los mismos porque también estamos cambiando como el río –una de las obsesiones poéticas que Borges trabaja muy bellamente.

En el tercer capítulo trato el problema de la sofística, que es apasionante por una razón. Ahora les decía que Platón hace víctimas a los sofistas de sus pullas, más o menos los construye a su manera, con el objeto de que en su disputa con Sócrates, Sócrates resulte triunfante. Pero eran grandes los sofistas, como lo pone de manifiesto Bertrand Russell en la Historia de la filosofía occidental. Eran tan grandes que, a pesar de que se les conoce por su caricatura malévola, han pasado a la historia; y a pesar de que las obras de ellos no se conservan.

Pero fíjense en estas dos circunstancias. Ellos se proclamaban maestros de virtud, y eso los hace risibles, vanidosos, presuntuosos. Pero resulta que esa afirmación era revolucionaria y humanística ¿Por qué revolucionaria? Porque en la Grecia arcaica la virtud era propia apenas de los hijos y descendientes de dioses o semidioses, los demás hombres no descendientes de dioses o semidioses estaban condenados a no ser virtuosos; era un don que se transmitía a través de la sangre, y si los sofistas decían: “nosotros somos maestros de la virtud. Si la virtud se puede enseñar, es porque la virtud se puede aprender, y si la virtud se puede aprender es porque no es un don divino sino una conquista humana”. ¡Esa es una lección extraordinaria! De la misma manera, en el fragmento que se conoce de Gorgias, el Elogio de Palamedes, se muestra que Palamedes era un rey que advirtió varias cosas: una de ellas que un lente, un vidrio que proyectaba la luz del sol de cierto modo, podía quemar un leño, y que, por lo tanto el fuego no era un don divino que habían regalado los dioses a través de Prometeo, sino un descubrimiento del ser humano. Ese grupo de los sofistas tan mal tratado en los diálogos socráticos es un grupo de humanistas y de demócratas, de ahí que el movimiento sofístico sea tan importante.

El cuarto capítulo lo dedico a tratar a Sócrates. Las dos cosas que más me apasionan de él son: por una parte, la búsqueda de la claridad. Para muchos la claridad es un medio, para mí la claridad es un fin en sí mismo, yo busco la claridad por la claridad. Y eso se proponía Sócrates: buscar la claridad, pues sin claridad no hay saber. Por otra parte, la integridad, que consiste en que yo sea capaz de comportarme de acuerdo con lo que digo y que diga aquellas cosas que realmente pienso, con las que realmente estoy de acuerdo. De modo que esa búsqueda socrática de la claridad y de la integridad me parecen maravillosas, y todo lo que muestro ahí –desde luego, una cosa muy precaria y en unos capítulos muy breves-, es qué era lo que buscaba Sócrates, o al menos lo que yo pienso qué es lo que buscaba Sócrates, y por qué me gusta Sócrates.

Presento disculpas porque me he excedido en el uso de la palabra y en realidad les agradezco tanta atención y tanta paciencia.

 

 

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Edición No. 176